Un recuerdo de olvidos, La huella de la emigración asturiana a través de fotos de comienzos del siglo pasado.
13 de Septiembre/11
Fuente Siglo XXI España
Los montoncitos de papeles y fotografías que se encuentran en los rastrillos dominicales son el perenne recordatorio de los fuegos fatuos con los que adornamos nuestra presencia en el mundo. También vosotros, parecen querer decirnos, estaréis aquí un día, también a vosotros os verán sin miraros otros ojos para los que no significaréis gran cosa, apenas un atrezzo muy secundario en el teatro de otras vidas para las que ya no sois más que insignificante carcasa o extravagante adorno. Como un reguero de olvidos se mantienen impasibles a nuestro paso los objetos y documentos personales de gente que creemos desconocer, aunque intuimos que son fiel reflejo de nosotros mismos, de nuestras alegrías y esperanzas, de nuestras decepciones y humillaciones, de nuestros sueños, rotos y tirados por el suelo a merced del regateo y el mejor postor. La vida tiene para dar y tomar, éxitos y fracasos, hay de todo, y a menudo no está exenta de crueldad. El más ambicioso plan puede consistir en sobrevivir y la mayor alegría en comprobar que se está vivo al amanecer, por eso es muy posible que no importe demasiado lo que pase con nuestros sueños, rotos o no, porque después de todo, lo dijo Raymond Carver, los sueños son eso de lo que uno se despierta, y en el fondo la vida, lo dijo Segismundo, no es más que eso, sueño, y de uno u otro modo todos vamos a despertarnos en forma de montoncitos de papeles y fotografías en algún rastrillo dominical. Al fin y al cabo, hay que asumirlo, poco queda de lo que fue nada.
En algunos de estos montoncitos encontramos fotos antiguas, de los años diez y veinte, producto de la emigración. Unas llegaron desde Cuba, desde México, Argentina u otros países y eran el fiel testimonio de que quienes habían dejado Asturias seguían vivos al otro lado del océano, por eso tienen gran importancia los retratos, con frecuencia tarjetas postales dedicadas a los familiares; otras se enviaban desde las casas de origen para que quienes se habían ido pudieran sentirse algo más cerca de los que se quedaban -padres, hermanos, novias?-, y de paso hacerse una idea de cómo el paso de los años iba actuando sobre las personas -los hermanos pequeños crecían, los padres envejecían-; esto era, y sigue siendo, aunque con técnicas nuevas -teléfono, internet-, algo sustancial al emigrante, que suele ser alguien a caballo entre dos mundos, con el corazón y el cerebro ocupados a partes iguales por la nostalgia de la tierra nativa y la necesidad de hacerse un hueco en el mundo, de ganarse la vida, a ser posible prosperando notablemente, siendo capaz de lograr cualquier cosa digna de enseñar a los de su pueblo, pues es de todos conocido que podemos hacer muchas cosas, incluso grandes cosas, pero éstas no sirven de nada si no se enteran en nuestro pueblo.
Hay entre estos retratos algunos con firmas de fotógrafos de encumbradas resonancias, como Napoleón, afincado en la avenida Madero, 47, en México, y quién sabe si descendiente de la célebre saga de origen francés iniciada en el daguerrotipo con Anaïs y Fernando Napoleón a mediados del siglo XIX y célebres durante muchos años en Barcelona y Madrid. Retratos realizados en el estudio mexicano de ese fotógrafo les envían su hermana y sobrinos a Encarnación Rodríguez durante el verano de 1921. Hay otros de profesionales asturianos formados en Cuba, como Antonio Otero, que tuvo un conocido estudio en la calle O’Reilly 63 de La Habana. Quién sería el tal Ángel que aparece retratado por este fotógrafo cuando era un adolescente y del que hay algunas fotos más que nos permiten suponer que alguna vez volvió a Asturias, pues lo encontramos también retratado en el estudio de F. Pardo, de Oviedo; quién este Balbino Fernández, fotografiado en Caibarién (Cuba) en 1915 y 1922 por Martínez Otero -otro apellido de fotógrafo asturiano formado en la emigración-. Balbino Fernández aparece en una de las fotografías en compañía de otros dos jóvenes. Los tres van ataviados con idénticas vestimentas, que incluyen pantalón de rayas, chaqueta oscura, camisa blanca, pajarita y sombrero de jipijapa, y los tres llevan zapatos blancos con la punta charolada en negro. Son jóvenes, están elegantes y parecen dispuestos a comerse el mundo. Otros grupos de fotos están hechas en Asturias, como las del fotógrafo Luis V. de Montano, de Oviedo, o las más abundantes de Fernando Menéndez, emigrante a Cuba que retorna en la década de 1910 para establecerse como fotógrafo en Malleza (Pravia). Más pobretonas y deslucidas, seguramente también más realistas, hablan de un mundo menos permeable, más inamovible, en el que uno de los pensamientos más recurrentes era hacer las maletas y partir a la aventura.
Algo de incompletas tumbas tienen todos estos retratos de los que, en ausencia de las cartas que indudablemente los acompañaron, podemos sacar como mucho una dedicatoria, un nombre, una dirección y una fecha. Dos fechas, la del nacimiento y la de la muerte, resumen toda biografía, en medio, todos los días son del que los vivió. Normalmente esas dos fechas también adornan alguna lápida, pero la fotografía, que es inquietante y milagrosa, capaz de robar el alma del retratado al detener los instantes, deja suspendido un momento único que flota en la eternidad, un momento, además, que habla por sí solo de una época, quizá de unas circunstancias, pero que más allá de lo que se pueda extraer al contemplar la fotografía, sin la ayuda de la escritura permanece mudo. Algunas cartas están desparramadas al lado de las fotos. También son cartas de la emigración asturiana. Una de ellas, la que Julio Aller Antuña, de Ciaño, le escribe a su amigo José el 29 de junio de 1926, es bastante soez. En ella trata de restablecer el contacto después de tres años sin noticias, y con desfachada camaradería le escribe: «Mi querido amigo Jose esta tiene el ojeto de saber como anda uste de saluz y de jodienda yo me alegraria en el arma te allares bien de todo yo estoy mas bien que Dios no me falta mas que una zorra para meterle pegado por junto al culo arriba». Es curioso que las cartas y las fotos no se correspondan, no son los retratados quienes escriben ni parece que sea a ellos a quienes les escriben, aunque el puñado de cartas son poco más o menos de la misma época que los retratos. Esa falta de coordinación es la esencia del rastro, puzzle humano compuesto con piezas de acá y de allá que van formando un inmenso monstruo de Frankenstein, y es también lo que le proporciona una parte importante de su encanto ceniciento y melancólico.
Es curioso cómo la fotografía puede a veces sugerir al espectador asociaciones muy directas. Pensamos en imágenes y quizá por eso la fotografía es capaz de tender puentes que desembocan en nuestro subconsciente. Es además producto del momento y el azar, porque por mucho que se pueda preparar una foto el mundo es imprevisible y siempre hay algo que puede fallar: una sombra repentina, el vuelo de un pájaro, un pestañeo no deseado?, y en ese sentido con la fotografía se produce la curiosa paradoja de que, por una parte, cuando es intencionadamente artística puede haber cosas que se escapen al control del creador, y por otra, cuando la fotografía es meramente funcional, como en la mayoría de estas fotos que encontramos en el rastro, y no pretende ser más de lo que es, un retrato para enviar a la familia o un paisaje para llevarse como recuerdo, puede darse la circunstancia de que resulte irresistiblemente artística. Entre estas fotos del rastro, por ejemplo, se encuentra una de pequeño formato y cronología muy posterior a las demás en la que un par de mujeres mira en ligero contrapicado al horizonte. Hay en esas dos mujeres algo de majestad. Los vestidos son sencillos y ellas tienen todo el aspecto de dos trabajadoras del campo, con la piel curada de sudores y curtida por el sol, pero la manera en que está hecha la foto, sus cabezas altas, sin orgullo y con mucha dignidad, recuerda en algo a la iconografía de la Gran Depresión de los años treinta que tenemos presente gracias a grandes fotógrafos como Dorothea Lange o Walker Evans, encargados de inmortalizar a desempleados en busca de trabajo y a aparceros a punto de caerse del borde de la subsistencia. Mezcla de azar y oficio, la fotografía es una explosión de misterio desde el momento en que alguien encuadra con una cámara, y quizá precisamente por eso pocas cosas hay en el mundo tan excitantes.
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